8.1 La duración del año

La especie humana ha sentido desde siempre un impulso por controlar y cuantificar el paso del tiempo, en parte por inclinación natural y también por motivos prácticos: la caza mejora cuando son conocidos los ciclos biológicos de las posibles presas que están claramente asociados a los cambios estacionales o a los hábitos diurnos; el progresivo establecimiento de la agricultura ya en tiempos muy recientes requiere una gran familiaridad con las épocas de siembra o de cosecha, de lluvias o de inundaciones, que tienen ritmos anuales; al establecerse las primeras civilizaciones urbanas fue preciso organizar la vida de los habitantes señalando anticipadamente las festividades, los rituales o los días de mercado.

Y los tres ciclos astronómicos básicos que hay que considerar son el día, el mes y el año. El ciclo día-noche es el más evidente y al que todos los seres vivos estamos estrechamente asociados: nuestros ritmos biológicos están marcados por esta alternancia de luz y oscuridad, de actividad y reposo. Lo mismo cabe decir del anual de las estaciones, con sus variaciones de calor y frío, de lluvias o de vientos, de flores y de nieves. Muchos animales tienen sus periodos reproductivos y sus migraciones asociados a estos cambios como la agricultura, con sus momentos adecuados para arar el terreno o para la recogida de los frutos. El tercer ciclo, el mes asociado a las fases lunares, no tiene ninguna influencia en el comportamiento de los seres vivos pero para la especie humana era muy llamativo, fácil de seguir y tenía una duración adecuada para llevar la cuenta del tiempo.

Todos los calendarios ideados por el Hombre han intentado compaginar estos ciclos para organizar la vida de las poblaciones: fijar de antemano las épocas de caza, los trabajos agrícolas, los días de mercado, de festivales religiosos, de grandes ceremonias, de pago de los impuestos. Y en todos ellos el primer paso consistió en averiguar cuántos días hay en un mes y en un año.

El ciclo de las fases lunares es muy evidente, razonablemente corto y fácil de seguir y de contar. Si bien puede no ser tan claro el instante exacto de la luna llena o de la nueva, a base de contar uno tras otro innumerables ciclos lunares consecutivos se puede alcanzar gran precisión en su medida, aunque esto requiere que haya algún grupo de personas (los chamanes de las tribus, la casta sacerdotal de las primeras civilizaciones) que se encargue de ello de forma continuada y sistemática. Así muy pronto ya se supo que el mes de las fases lunares tiene una duración de unos 29 días y medio como ya vimos en el tema 5.

El ciclo solar

El seguimiento y la cuantificación del ciclo anual no son tan fáciles, sobre todo por ser un periodo mucho más largo y no presentar una secuencia de avance tan clarísima como las fases lunares. Quizá lo más evidente sea el cambio paulatino en los puntos del horizonte por donde sale o se pone el Sol.

Imaginemos un primitivo asentamiento humano al borde de un lago. Desde allí es obvio seguir el avance y retroceso del orto solar: unos días lo veremos por la ladera del volcán de la izquierda, otros justo por su caldera, más adelante por el punto más bajo y algún tiempo después por la cima del monte situado a la derecha. Y luego vuelve hacia atrás. Con toda seguridad sus pobladores llegarían a asociar estas observaciones con ciertos momentos del ciclo anual: quizá la salida por la caldera del volcán coincidía con la época de lluvias o tal vez cuando el primer sol despuntaba sobre la cima de la montaña de la derecha era el momento propicio para la siembra.

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Estas observaciones seguramente comenzaron a sistematizarse muy pronto como lo muestra el monumento megalítico de Stonehenge, situado al sur de Inglaterra, que fue a la vez un lugar de culto religioso y un observatorio astronómico. Cons-truido en el tercer milenio antes de nuestra era, consistía en algunos círculos concéntricos hechos con grandes bloques de piedra.

 

 

Parece ser que los sacerdotes, desde el centro, observaban los puntos del horizonte por donde salía y se ponía el Sol. En la figura se representa esquemáticamente la salida del sol en el solsticio de verano, cuando su desviación desde el este hacia el norte es máxima, señalada por unas piedras especiales (Heel Stone).

Presumiblemente con las primeras civilizaciones (Egipto, Mesopotamia) comenzaron a utilizarse también observaciones de la altura del sol mediante un simple palo vertical (un gnomon) estudiando y analizando la dirección y la longitud de su sombra.

Sea como fuere, los hitos de las estaciones, los solsticios, debieron localizarse mediante alguno de estos métodos (desvío máximo hacia el norte o hacia el sur del orto y ocaso, mínima o máxima longitud de la sombra del gnomon a mediodía). Sin embargo esos instantes no son fáciles de precisar por cuanto la variación en la longitud de la sombra o en el punto de salida en los días próximos al solsticio es muy lenta (de ahí el nombre de “solsticio”, sol estático, quieto, sin cambios, ver tema 6); más fácil es determinar el momento del equinoccio, porque en esas fechas el sol avanza bastante deprisa cambiando velozmente sus puntos de salida o puesta y su máxima altura; pero la idea de equinoccio como punto intermedio entre los solsticios parece una elaboración más abstracta y debió aparecer más tarde.

El año de las estrellas

Hay otro procedimiento para seguir el ritmo de las estaciones: el ciclo de visibilidad de estrellas y constelaciones. Aquí naturalmente el sol también interviene, pero indirectamente; lo que se deduce es la posición de las estrellas respecto a él. También tenemos constancia de su temprana utilización.

El movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol, o el aparente de éste a lo largo de la eclíptica, afecta a la posibilidad de contemplar o no las constelaciones. Cuando el Sol está situado delante de Leo (hacia finales de agosto), lógicamente, no es posible ver las estrellas de esta constelación, pues quedan deslumbradas por la luz solar. Por el contrario, sí que se podrán contemplar por la noche las que estén en la zona opuesta de la esfera celeste: Acuario o Capricornio. Vamos a analizar someramente la visibilidad de las estrellas y constelaciones a lo largo del año.

El gráfico presenta sombreado en naranja los momentos en los que hay luz solar (incluyendo los crepúsculos) y en gris claro los intervalos en los que la brillante Sirio, la α de Canis Major, es visible sobre el horizonte.

En enero, por ejemplo, es observable en todo su recorrido puesto que sale a las 18 horas, justo al acabar el crepúsculo, y se pone a las 4; lo mismo sucede en diciembre (sale a las 20, ya noche cerrada, y se pone a las 6 de la mañana algo antes de que comience el alba). En cambio, en mayo, junio y julio es imposible verla (está por encima del horizonte de día); en abril sale en pleno mediodía, así que solo es visible desde el fin del crepúsculo vespertino (19:40) hasta su puesta (22:00) y en septiembre sale a las 2 de la madrugada y podremos admirarla unas pocas horas antes de amanecer hasta el comienzo del alba (5:20).

El ciclo anual de visibilidad de Sirio sería así: comienza a verse unos momentos antes de amanecer (lo que se conoce como el orto helíaco) en agosto; en septiembre y octubre se ve cada vez más tiempo siempre de madrugada; entre noviembre y febrero prácticamente todo su recorrido es observable; en marzo y abril se ve desde la puesta de sol durante la primera parte de la noche, y en mayo, junio y julio desaparece por completo.

Los antiguos egipcios medían el año, además de recurriendo a observaciones solares (altura, longitud del día, puntos de salida y puesta), a través del seguimiento de la visibilidad o invisibilidad de Sirio. Para ellos era fundamental hacerlo con precisión, pues todo su sistema agrícola dependía de la crecida del Nilo, que inundaba con un fértil limo las llanuras de sus orillas, dejando la tierra preparada para la siembra. Estas crecidas siempre se producían en la misma época del año, que sistemáticamente coincidía con la primera aparición de Sirio entre las luces del alba tras varios meses oculto (hacia el año 2000 a.C. esto ocurría un poco después del solsticio de verano). En la actualidad y para nuestras latitudes templadas el orto helíaco de Sirio sucede hacia el 12 de agosto.

 

Unos días antes cuando Sirio empieza a asomar por encima del horizonte el Sol está ya a punto de salir y la luz del alba impide verlo.

 

Pero conforme pasan los días Sirio sale un poco antes a la vez que el Sol lo hace un poco más tarde, con lo que hay una fecha en la que ya es posible divisarlo durante unos minutos antes de que lo envuelva la luz del día.

 

Y poco a poco se va haciendo cada vez más tiempo visible.

Todas las estrellas tienen un ciclo similar, cada una en las fechas que le correspondan. Las Pléyades comienzan a verse al alba hacia el 20 de junio tras unos 45 días en los que permanecen ocultas; en meses sucesivos van apareciendo cada vez más horas de madrugada; hacia finales de noviembre se observan toda la noche y luego comienzan a ser visibles solo por la tarde hasta que hacia el 5 de mayo es la última fecha en la que es posible atisbarlas justo al acabar el crepúsculo.

La relación entre el ciclo de visibilidad de las diferentes estrellas y el de las estaciones era bastante conocida en la época griega y las posiciones nocturnas de las constelaciones se utilizaban como jalones seguros y precisos para marcar el curso del año. Así Hesíodo (hacia el año 700 a.C.) dice: “Cuando las Pléyades y las Hyades y la fuerza de Orión se pongan, acuérdate de arar el campo … Pero cuando Orión y Sirio alcancen el medio del cielo y la aurora de rosados dedos vea a Arturo, entonces … corta todos los racimos de uvas y llévalos a casa …” (Los Trabajos y los Días, 615-17, 609-11).

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